El arquitecto portugués Eduardo Souto de Moura.- MIGUEL MANSO (AP)
Una inconfundible inteligencia irónica fue la que llevó a Eduardo Souto de Moura -que ayer recibió en Washington el Premio Pritzker de Arquitectura- a afirmar que "la ruina deja de ser arquitectura y pasa a ser naturaleza". Era su justificación de la transformación del Convento de Santa Maria de Bouro en una sofisticada y lujosa pousada, con el consiguiente escándalo por parte de algunos ortodoxos de la restauración. Los que nunca comprendieron la sutileza de un argumento que conducía a aclarar la utilización de los fragmentos existentes del antiguo monumento, en una operación combinatoria resultante de la relación intuida entre ruina y paisaje.
Siempre se ha relacionado la obra arquitectónica de Souto de Moura con la técnica. Una verdad a medias, a la que no es ajena su inicial, y explícita, inspiración en la obra de Mies van der Rohe. Pero que hay que complementar con su otra definición de la arquitectura como "un acto mental", una operación que reivindica el pensamiento, y por tanto una cierta forma de "escritura", para el proyecto arquitectónico.
Porque la precisión en el detalle constructivo, del que la obra de Souto hace gala, no se agota en la voluntad de eficiencia, sino que trasciende en clave poética la dimensión apagada de lo funcional.
El lugar es un instrumento, una herramienta, nos dice Souto de Moura, un pre-texto, añadiría por mi cuenta, que permite un despliegue de interpretaciones bajo la atenta mirada del arquitecto. Como demuestra con la integración paisajística del Estadio de Braga, adosado a una ladera rocosa, que previamente había sido modificada en su perfil mediante la construcción de una serie de terrazas excavadas en la piedra, en un gesto de que incorpora el perfil poniente a la arquitectura, al mismo tiempo que la abre al ámbito urbano. En un último guiño surrealista, toda la sugestión constructiva que el estadio expresa en la exhibición de los pórticos de hormigón, es puesta en cuestión por la gigantesca gárgola diseñada para evacuar el agua de lluvia.
Souto de Moura, que inició su trabajo creativo con proyectos de viviendas unifamiliares como norma general, parece considerar que la escala, el tamaño relativo del objeto, es indiferente a su cualidad. Como si las relaciones métricas dependieran sólo de la naturaleza interna de aquél y de la tensión ejercida por el contexto donde se ubica.
Siempre en deuda con aquel principio de la construcción que caracterizó a las vanguardias del arte objetivo, y que exigía aquella disolución de lo subjetivo en la lógica formal del objeto, nunca renunció a subvertir la supuesta indiferencia tecnológica mediante el extrañamiento de su gramática. Si, para Souto de Moura, diseñar una mesa es como diseñar una casa, también es consciente de que cada cosa contiene un imaginario que reclama salir a su exterior. Como aquella mampara de cristal en el Museo Nacional del Transporte de Oporto, que se desliza sobre una rueda de bicicleta, de manera tan sorprendente como una pieza de Duchamp. Una decisión análoga a la que tomó sobre la gigantesca maqueta del proyecto para la Torre Burgo, un edificio de oficinas en la avenida de Boavista-Burgo que quedó paralizado en la crisis de los noventa y no llegó a construirse hasta el año 2007. De la imagen inicial tomada de un apilamiento de materiales habituales en la construcción, pasó a ser un mueble-bar doméstico.
Cuando la pintora Paula Rego le confía el proyecto de la Casa das Historias en Cascais, Souto de Moura, que puede elegir por una vez el sitio donde ubicar su edificio, ya no solo va a jugar al contraste entre artificio y naturaleza (ese impactante color del hormigón rojo enmarcado por el verde del arbolado), sino que los volúmenes de los lucernarios-chimeneas despiertan el arquetipo arcaico como deseo oculto de la edificación. La insistencia en una ficción de naturalidad no depende ya exclusivamente de la sintaxis constructiva, puesto que en esta indudable evolución del lenguaje de Eduardo Souto de Moura lo técnico tiene una recepción ambigua, pero siempre cercana a su sentido originario, tan cercano a la auténtica sustancia del proceder artístico: la intuición poética, esa posibilidad de presionar la aparición de los significados más ocultos, aquella que permite trascender la apariencia de lo real.
Los premios Pritzker de Arquitectura, que llevan el nombre de la familia que creó la cadena internacional de los hoteles Hyatt, han tenido una trayectoria desigual desde aquel primer galardón otorgado a la influyente personalidad de Philip Johnson. Pero también supo rescatar para la historia arquitecturas tan sensibles como las del mejicano Luis Barragán, en una conducta oscilante entre el reconocimiento de lo obvio, de aquellas figuras ya con excesiva presencia, para sus méritos reales, en los medios de comunicación, al de la recuperación de algunas figuras ajenas a los circuitos publicitarios. Este año acierta, en mi opinión, de manera plena, otorgando otro premio a un arquitecto portugués, que como el anterior a Alvaro Siza, en cuyo despacho colaboró Eduardo Souto de Moura en sus años de estudiante, reconocen la vitalidad cultural de un país que, crisis financieras aparte, nos resulta, o nos debería resultar, tan cercano.
Juan Miguel Hernández León es arquitecto y presidente del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
El País