En
junio de 2010, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL) presentó a la región su propuesta titulada La hora de la
igualdad: Brechas por cerrar, caminos por abrir, donde se vertieron
varios conceptos sobre una nueva arquitectura del Estado para el
desarrollo.
Los Estados que hoy tenemos enfrentan un gran déficit y son el
reflejo de nuestras contradicciones, de nuestra heterogeneidad
estructural, de nuestra larga historia de desigualdades e inequidades,
de nuestras azarosas trayectorias políticas y de nuestras inconclusas
reformas fiscales. Son Estados que no cuentan con suficiente
credibilidad, ni como proveedores de bienes públicos, ni como
recaudadores fiscales, ni como garantes de la protección social, ni como
promotores de la productividad y el empleo.
Sin embargo, desde nuestras calles surge un creciente clamor que
demanda un papel cada vez más central para el Estado. La ecuación entre
mercado, Estado y sociedad que prevalece desde hace tres décadas se ha
mostrado incapaz de responder a los desafíos globales de hoy y de
mañana. El reto es, entonces, colocar al Estado en el lugar que le
corresponde de cara al futuro.
Pensamos que la crisis financiera mundial ha producido una inflexión
que abre sendas para repensar el desarrollo, con un mayor protagonismo
de los actores sociales, a fin de restituir la centralidad de tres
valores esenciales.
En primer lugar, el valor del interés general y de la provisión de
bienes públicos. Cuando la sociedad queda reducida a un entramado de
relaciones privadas y la acción pública pierde todo propósito social, el
Estado se desprestigia y sus funciones se reducen ya no a proveer
bienestar, sino a exigir obediencia a sus ciudadanos.
Cuando los derechos económicos, sociales y culturales mutan de
derechos humanos a simples derechos al consumidor, los derechos civiles y
políticos se vacían de contenido. Cuando la acción política no cambia
nada importante en la sociedad, surge la indignación de unos y la
perplejidad de otros.
De ahí la importancia de recuperar la vieja idea del interés general,
que nos remite a la creación y provisión de bienes públicos por parte
del Estado, en beneficio de toda la sociedad. Dichos bienes públicos
requieren de inversiones de largo plazo y, por ello, de acuerdos
sociales con visión de futuro que les den sustento. Son bienes públicos
la educación y la salud, la infraestructura productiva, los transportes,
las comunicaciones, la energía, el medio ambiente, la inversión en
ciencia y tecnología, la paz social, tanto interna como externa, la
administración de justicia, las elecciones democráticas y la seguridad
pública.
Junto a estos bienes públicos tradicionales, los Estados deben ser
capaces de participar en el concierto internacional con responsabilidad
para proveer bienes públicos globales, como la estabilidad financiera,
el control de las pandemias y la seguridad climática global.
Estamos convencidos de que se requiere de una nueva arquitectura
estatal que permita que el Estado sea más protagónico en el
aseguramiento del bienestar general y en la conducción de las
estrategias de desarrollo de nuestros países.
En segundo término, tenemos el valor de la visión estratégica
concertada. Las sociedades tienen memoria y construyen futuro. Para
pensar y actuar sobre el desarrollo, hay que aprender de la experiencia
del pasado de modo de pensar el futuro con visión estratégica. Como
ocurre en la vida de las personas, el futuro de las sociedades se
construye a lo largo del tiempo: una sociedad que no se educa, que no
invierte en cohesión social, que no innova y que no construye acuerdos
ni instituciones sólidas y estables tiene pocas posibilidades de
prosperar.
En este marco, el Estado debe ser capaz de proveer una gestión
estratégica con mirada de largo plazo, tener un papel anticipador e
intervenir en el diseño de estrategias para orientar el desarrollo
nacional. Esto exige tomar en cuenta que la acción estatal se
desenvuelve en un escenario de poder compartido, por lo que la
negociación y la construcción de consensos nacionales estratégicos son, a
la vez, medio y fin.
Por lo mismo, el Estado debe tener la capacidad de promover un
diálogo que le provea mayor legitimidad para arbitrar los distintos
intereses, con objetivos socioeconómicos claros, mediante la regulación,
lo que implica el mejoramiento de sus competencias en ese ámbito.
En tercer lugar, y para privilegiar los anteriores, se encuentra el
valor de la política. El modelo neoliberal ha puesto un énfasis
desmedido en la figura del consumidor en desmedro de la del ciudadano y
en la neutralidad política de los criterios técnicos. Este modelo ha
trocado los derechos sociales por el consumo privado, en donde el
derecho estaba dado por una tarjeta de crédito, y la inclusión en el
mercado de crédito terminó siendo una forma de inclusión social. De ahí
que no todos los consumidores son iguales frente al mercado y, en cuanto
consumidores, los define la desigualdad de acceso y poder. En una
sociedad democrática, en cambio, los ciudadanos son iguales en derechos y
deberes, y el voto no depende de la capacidad de consumo.
La democracia es, en último término, el mecanismo de decisión de los
ciudadanos respecto de cuáles deben ser los bienes públicos que se deben
garantizar a toda la población y en qué magnitud se han de entregar. Es
la voluntad ciudadana la que toma esas decisiones a través de las
instituciones de la democracia. Y esa misma voluntad ciudadana debe ser
construida y preservada como bien común que debe ser cuidado por las
instituciones del Estado. En definitiva, se trata de retomar lo público
como el espacio de lo colectivo, del hacer de todos los ciudadanos y no
solo del gobierno o el Estado.
Estos tres valores reclaman un nuevo papel del Estado y una plena
vigencia de la democracia. Solo sobre la base de la lógica democrática
del ciudadano, el Estado puede volver a poner en el centro la noción de
interés general, reposicionar el sentido del bien común, invertir en la
generación y provisión de bienes públicos y recuperar la vocación de
construcción de futuro.
Esta nueva arquitectura estatal deberá posicionar al Estado en el
papel que le corresponde en la conducción de las estrategias de
desarrollo de nuestros países, más allá de la subsidiariedad pregonada
por el paradigma neoliberal. Para lograrlo, debemos ser capaces, a
partir de una mirada crítica sobre su desempeño histórico, de perfilar
su función, dotarlo de las herramientas suficientes y encontrar su lugar
preciso y en equilibrio con el mercado y el ciudadano, así como el
balance óptimo de esta trilogía en la dinámica del desarrollo.
Para ello debemos sortear supuestos que la evidencia histórica hoy
cuestiona y que, en su momento, demonizaron en forma alternada al
mercado y al Estado. La calidad y eficiencia de nuestros mercados
dependerá, en gran medida, de la calidad y probidad de nuestros Estados
para regularlos con mecanismos apropiados de control, de incentivos y de
orientación. Sobre todo, está claro que hay funciones que son
responsabilidad del Estado, que debe velar por el bien común y la
cohesión social.
El mercado no produce por sí solo ni igualdad, ni bienes públicos, ni
se ocupa del largo plazo. Esto no implica negar la utilidad de los
mecanismos de mercado ni de las adecuadas combinaciones público-privadas
para la asignación de recursos y la provisión de servicios. En este
sentido, postular una función más protagónica del Estado no significa
negar la importancia de las funciones del mercado.
Los pilares que se han planteado en La hora de la igualdad: Brechas
por cerrar, caminos por abrir como centrales para la futura agenda del
desarrollo en la región abren grandes desafíos de políticas de Estado
que concurren en dinamizar el crecimiento, promover la productividad,
fomentar una mayor articulación territorial, impulsar mejores
condiciones de empleo e institucionalidad laboral, y proveer bienes
públicos y protección social con clara vocación universalista y
redistributiva. Pero esto requiere de una visión de largo plazo,
articulada con un arduo trabajo político, social y técnico con
continuidad burocrática, política y financiera, una visión que debe
estar fundamentada por el consentimiento ciudadano, construido por
pactos sociales nacionales y regionales.
Para hacer frente a estos problemas estructurales, la CEPAL ha
propuesto una estrategia de desarrollo exhaustiva, destinada a erradicar
la pobreza y la desigualdad. Se trata de una estrategia que asigna a la
igualdad un lugar central en el desarrollo, que concede al gobierno una
función vital y que apela a las asociaciones público-privadas para la
formulación de políticas socioeconómicas.
El logro de una gestión pública de calidad es una condición
ineludible para alcanzar una mayor convergencia productiva con igualdad.
Es tarea del Estado proveer bienes públicos (esto es, impulsar el
proceso político mediante el cual estos bienes se encuentran
disponibles), realizar ajustes en la distribución del ingreso y
contribuir a la estabilización macroeconómica. Aunque la región tiene
asignaturas pendientes en todas estas áreas, no cabe duda de que las
funciones de provisión de bienes públicos y de redistribución del
ingreso merecen especial atención en la tarea de cerrar brechas y abrir
caminos hacia la igualdad.
En muchos países de América Latina ha sido muy importante la
recuperación del ciclo presupuestario -que perdió su papel rector de
discusión de las políticas públicas en los años de alta inflación- como
un instrumento transparente y democrático de asignación de los gastos
públicos. Asimismo, son patentes los progresos en materia de
planificación y de asignación plurianual. La función de asignación
también se ha visto robustecida con el reciente desarrollo y
fortalecimiento de los sistemas de evaluación de programas y de
inversiones públicas. Los ejercicios de construcción de visiones de país
que se multiplican en la región llevan a la necesidad de recuperar la
práctica de la planificación con visión de largo plazo, o sea, de la
planificación para el desarrollo.
América Latina se encuentra bien posicionada para reformar su sector
público y construir Estados para la igualdad. Las economías de la región
están creciendo, se ha reducido la volatilidad de las finanzas públicas
y se han producido avances significativos e innovaciones en las
políticas sociales, de infraestructura y de desarrollo productivo. Esto
no debe, sin embargo, inducir a la complacencia o a minimizar la
magnitud de los desafíos pendientes en los países de la región,
especialmente frente a la incertidumbre sobre la evolución de la crisis
internacional.
El afianzamiento de las instituciones democráticas y el desarrollo
tecnológico sin duda permitirán que surjan nuevas oportunidades para la
mejora de la gestión pública, como se examina en esta edición de
Espacios iberoamericanos.
El documento consta de tres capítulos centrales: en el primero se
reseñan e ilustran las tareas inconclusas y las brechas por cerrar, en
el segundo se discuten los caminos por abrir en la ruta al desarrollo y
en el tercero se examinan los principales desafíos de la gestión
pública.
Finalmente, se enfatiza la importancia de los pactos fiscales y
sociales, pues la nueva arquitectura estatal solo será posible con una
nueva ecuación Estado-mercado-sociedad, que permita ampliar los recursos
disponibles para alcanzar los objetivos del desarrollo.
Por Alicia Bárcena Secretaria Ejecutiva Comisión Económica para
América Latina y el Caribe (CEPAL) y Enrique V. Iglesias Secretario
General Secretaría General Iberoamericana (SEGIB)
Fuente: infolatam